Recorría el barrio de un extremo a otro cada mañana. Recorría los estrechos callejones hasta llegar al mercado más barato, aquel que le permitía gastar lo justo para poder comer durante unos días más. Llegaba al puesto de carnicería y esperaba su turno con las manitas apoyadas en el carrito de la compra, el de cuadros verdes y negros, el que después quedaría escondido tras la puerta de la cocina.
Allí seguía esperando su turno y, a veces, sus manos se juntaban para darse calor; otras veces, se soltaban para colocarse mejor la bufanda; y otras veces, para abrochar el botón de la chaqueta, el que siempre se abría… Porque hacía frío. Porque había llegado el invierno. Y terminada su compra contaba los pasos hasta llegar a casa, donde le esperaba el gato, las fotos de su único amor, unas cortinas casi cerradas, una nevera con tres huevos, el olor a humedad y la soledad, su gran compañera.
Colocado el carro en su sitio, procedió a preparar el almuerzo, el de ese día, que, como cada día, era especial, porque quizás mañana no había para comer. Media pechuga de pollo y un huevo cocido con unos granitos de sal eran suficientes, no necesitaba más.
Y ahora llegaría el reposo, junto a la ventana, la que abría cada mediodía para ver el paso de la gente, para imaginar sus vidas y sentirse menos solo, para no tener que mirar a la mesilla con las fotos del recuerdo, para no echarla de menos, para intentar no buscar respuestas a su destino y para no pensar que, en la cartera de su corazón, apenas quedaban ya unos cuantos céntimos de amor.