La tristeza del niño era un océano profundo y silencioso, donde las lágrimas caían como gotas de lluvia en un abismo sin fondo. Sus ojos, espejos del alma, reflejaban la tormenta que arreciaba en su pequeño corazón, un remolino de emociones y añoranzas que luchaban por emerger a la superficie.
El viento soplaba con fuerza en la playa de sus recuerdos, arrastrando consigo los granos de arena de la inocencia perdida. La soledad era su única compañía, una sombra que lo seguía, inmutable y constante, a medida que avanzaba en el laberinto de la vida.
La pena del niño yacía en el silencio de un hogar sin amor, en la ausencia de palabras tiernas y abrazos cálidos que lo reconfortaran. El eco de la indiferencia reverberaba en su corazón, creando un vacío que lo consumía desde dentro, como una vela que arde en la oscuridad.
Y en el crepúsculo de sus días, el niño, ya convertido en hombre, contemplaba el océano de su tristeza desde la orilla del tiempo. Con cada ola que besaba sus pies, recordaba el abismo que llevaba dentro, aquel que lo había acompañado en cada paso, en cada risa y en cada lágrima, transformándose en la tinta con la que escribía su historia, en la melodía que daba voz a su silencio.