Ochenta años y allí estaba, con su ramo de flores en la mano. No era muy grande, tenía apenas unas margaritas acompañadas por cuatro hojas verdes que le daban volumen. Pero aun así, era su ramo, el que debía entregar esa mañana.
Vestía pantalón gris, camisa blanca y chaleco rojo oscuro, quizás morado, y terminaba su vestimenta con abrigo negro y boina gris, como siempre. Esperaba en la parada del autobús, donde le acompañaban dos jóvenes de no más de quince años, una pareja de turistas, un señor con uniforme de camarero y dos vendedoras ambulantes con todos sus matules. Hacía frío, las temperaturas habían bajado muchísimo en esas últimas semanas, sobre todo, el primer día del mes; llovió tanto que no pudo acudir a su cita como hacía cada año. Aun así, ella supo esperar, y hoy, aunque tres días más tarde, volverían a encontrarse.
Llegó el autobús. Entró, pagó con sus monedas sueltas y se sentó en los primeros asientos, justo detrás del conductor; porque le gustaba hablar del tiempo, de cómo han subido los precios de las verduras o de lo poco que faltaba para que naciera su quinta nieta. El ramo, como un viajero más, en el asiento de al lado.
Y llegó.
El lugar era grande, cada año le parecía más concurrido. Paseó tranquilamente por los pasillos hasta el lugar en el que había quedado con ella. Allí estaba. Y no pudo evitar una sonrisa cuando la vio descansando plácidamente bajo los rayos del sol. Sin embargo, antes de hablar con ella, quiso recoger el pequeño jarrón que había comprado el pasado año. Se acercó a la fuente, lo llenó de agua, colocó el ramo y se lo entregó. Después, le susurró al oído:
—Espérame en el cielo.
Y se fue. Y tras él, como cada año, quedó una vida adornada de recuerdos y un ramo con apenas unas margaritas acompañadas por cuatro hojas verdes que le daban volumen.