Las hojas del otoño se desprendían de los árboles como lágrimas doradas que caen desde el cielo. Danzaban con el viento, envueltas en su propia nostalgia, susurros que recorrían la tierra y el corazón de aquellos que las contemplaban.
Eran como pequeñas historias que se desvanecían, como sueños que se alejan con el amanecer. Pero, al mismo tiempo, eran como semillas que germinaban en la tierra, esperando el momento adecuado para florecer de nuevo.
Las hojarascas del otoño eran el preludio del invierno, la antesala del cambio, la promesa de que lo que se ha ido, volverá a renacer. Cada hoja que caía era como un capítulo que se cerraba, pero también como una página en blanco que esperaba ser escrita de nuevo.
Y así, en el susurro del viento, en la caída de las hojas, en la danza de la naturaleza, se podía escuchar el latido del universo, la música de la vida, el ciclo eterno de la creación y la transformación. Las hojarascas del otoño eran un recordatorio de que nada es permanente, que todo cambia, que todo se transforma. Pero también eran una promesa de que lo que se ha ido, volverá a renacer de nuevo.