En el oscuro teatro de la existencia, Martina era un personaje cautivo en un siniestro vals. «Comemierda», el título que la sociedad le otorgó, era una letanía maldita que arrastraba su esencia hacia la negrura más profunda.
Los jóvenes, como lobos sanguinarios, devoraban su esencia con palabras afiladas y miradas asesinas y los empujones que sus alimañas le daban eran golpes de gracia, destrozando sus sueños y dejando heridas abiertas que nunca sanarían.
En la cárcel de su hogar, el silencio se erguía como una losa sepulcral y las lágrimas eran ríos de dolor que desembocaban en un mar de desesperación mientras la ausencia de voces de apoyo la sumía en la más profunda soledad. Nadie sabía nada.
Martina se perdía en el laberinto de la crueldad, condenada a danzar entre los espinos de la marginación. Su identidad, desgarrada y deformada, era un lienzo manchado con la tinta del odio y la indiferencia. El acoso escolar, un festín macabro donde el sufrimiento era el plato principal, devoraba los fragmentos de su inocencia y confianza. Y en medio de esta sinfonía despiadada, Martina buscaba en vano una salida, pero solo para descubrir que las puertas de la redención estaban cerradas.
En este relato sin concesiones, no hay lugar para el consuelo ni la redención. Solo queda la cruda realidad del dolor y la injusticia, una realidad que clava sus garras en las almas más vulnerables y las arrastra hacia un abismo de oscuridad indescriptible.