Terminó de escribir su libro y se lo mostró. Entonces él le dijo que se parecía al del dinosaurio rosado; aquel que había sido tan premiado. Pero ella no sabía de qué le hablaba. Y entonces él le dijo que lo buscase y lo leyese. Pero ella se negó, porque no quería que la condicionara. ¿Y si era mejor? ¿Y si después tenía la tentación de plagiar alguna de sus líneas? O peor, ¿y si después de leerlo llegaba a la conclusión de que su libro no era digno de publicar?
No, no lo leería. Porque ella estaba convencida de que su libro era un gran libro. Sabía que las editoriales más importantes se pelearían por publicarlo y que terminaría siendo un Best Seller. Que saldría en todos los medios de comunicación, la llamarían de todas las emisoras de radio para entrevistarla y terminaría siendo la escritora más famosa de todos los tiempos. Benicio del Toro escucharía una de esas entrevistas y querría producir la historia para llevarla a la gran pantalla -como ocurrió con Lo imposible-, y en la ceremonia de los Óscar la película se alzaría con el premio al mejor guión adaptado. Y todo esto la superaría -porque la fama es así, siempre supera-, acabaría fumando crack o esnifando pegamento y la encontrarian ahogada en la bañera, como Whitney Houston o Carmina Ordóñez.
Sin embargo, nada de esto le importaba, porque al final sería recordada como un icono de la literatura. Y en su tumba habría un epitafio que diría: ¿Yo dejé la plancha encendida?