Esta en concreto había pasado de generación en generación. Aquel día fue descubierta por cierto caballero que, de visita por palacio, se percató de su presencia. Allí estaba, colgada en una pared.
Se acercó a ella atraído por sus colores. El rojo de la grana, el azul de las hojas del índigo, el amarillo del azafrán y la lana con su color natural hacían que destacara por encima de cualquier otro objeto de valor que estuviese presente en el salón. El caballero optó por alejarse de ella. En la distancia, la atención se centraba en sus dibujos geométricos y en aquellos gallos posados sobre pequeñas flores que la bordeaban, como si custodiasen el gran rosetón que yacía en el centro de la alfombra.
La puerta que quedaba al final del pasillo se abrió estrepitosamente y por ella apareció la figura del conde, quien se acercó para formar parte de la escena. Mientras, el caballero seguía embelesado con la extraordinaria belleza de nuestra amiga.
—Mi querido amigo, ¿se puede saber qué observa con tanto interés? —preguntó el conde—. Parece usted estar en Babia.
—Respóndame, conde, ¿sabe que esta es una alfombra persa?
—Me insulta con su pregunta. Pues claro que los sé. ¿Por qué necio de pacotilla me ha tomado?
El caballero optó por contestar a la pregunta del conde con otra pregunta:
—Y… ¿Por qué, entonces, está colgada en una pared?
—Vaya, hoy le ha dado por las impertinencias. —respondió el conde—. En fin, le seguiré en el juego, tengo curiosidad por saber a dónde quiere llegar. La alfombra está en la pared porque es persa, tiene mucho valor y en el suelo, con todo el mundo pisoteándola… En fin, es una pieza de coleccionismo y se estropearía demasiado.
—Entiendo. —musitó el sensible caballero.
El conde se colocó detrás de nuestro protagonista, quien nuevamente se había acercado hasta la alfombra. Dobló su cuerpo hasta quedar justo detrás de su nuca, colocó el monóculo en su ojo derecho, procedió a observar la alfombra con su amigo y, con apenas un hilo de voz, le susurró en el oído:
—¿Se puede saber qué estamos mirando?
—Es curiosa su decisión, conde. De hecho, le engrandece. Usted le ha dado el valor que merece a esta pieza de arte; ha querido otorgarle el lugar que merece. Probablemente, y permítame el atrevimiento, quizás sea la pieza de mayor valor que tenga en el palacio. Sin embargo, y he aquí la paradoja del asunto, sepa usted que las alfombras persas tienen una característica que las diferencia de las demás alfombras: cuanto más las pisan, mayor belleza van adquiriendo.
Ambos personajes se miraron fijamente durante unos segundos, sin decirse ni una palabra. Hasta que el silencio se rompió.
—Sinceramente, conde, no quisiera estar en su tesitura.