Esta era la oportunidad de su vida, el momento en el que se decidiría su futuro. Estaba cansado de acudir a audiciones y pruebas donde nadie reconocía su trabajo y su esfuerzo, donde siempre terminaba su actuación con un «gracias, otra vez será».
Tenía un piano viejo y destartalado con el que ensayaba desde hacía años. Desgraciadamente, no tenía un trabajo fijo que le permitiese comprar uno nuevo -o de segunda mano que estuviese en mejores condiciones-, así que ese anciano compañero era su única herramienta para dar libertad a su imaginación y dejar volar cada una de las notas que iba engarzando en su cabeza.
Albergaba la esperanza de que ese día sería diferente. Hace una semana, y tras ver un comunicado en el periódico anunciando la urgencia de un pianista para formar parte de una importante orquesta de cámara, comenzó a ensayar una composición propia para presentarla en la prueba que le harían esa mañana. Se trataba de una pieza dedicada a su madre, fallecida un año antes, en la que había puesto toda su alma y en la que se podía escuchar el sentimiento de un hijo que acariciaba las teclas del piano como si sus manos pasearan por el rostro de la mujer más importante de su vida. Sin embargo, existía un problema con aquella pieza: su última nota era un re mayor y, en su desvencijado amigo, ese sonido no se escuchaba desde hacía varios meses. De entre todas las cuerdas que vivían en el interior de aquel piano, una de las que correspondía a ese acorde estaba rota, por lo que, cada vez que llegaba al final de su interpretación, su cerebro era el único que podía escuchar cómo sonaba ese re mayor.
Llegó el momento de la prueba. Allí estaba él, en el centro del escenario con un magnífico piano de cola que ni en sueños pensó poder tocar. En la platea, cuatro hombres y dos mujeres en silencio absoluto, esperaban escuchar lo que aquel músico tenía que ofrecerles. Se sentó en la butaca, se acercó un poco hacia el piano, lo observó detenidamente, colocó las manos y cerró los ojos. Las notas comenzaron a brotar de aquellas cuerdas como si llevasen años encerradas y cuanto más avanzaba en la interpretación, con mayor sentimiento pulsaba aquel camino de teclas. Su propia melodía se había apoderado de él y ya no le importaba nada de lo que sucedía a su alrededor; ni siquiera el jurado que le estaba evaluando.
Se acercaba el final. Sabía que su pieza debía terminar con ese re mayor; un tono que, durante meses, sólo había escuchado él; un tono imprescindible para terminar meritoriamente; un tono que era necesario para culminar su obra, la que había escrito para su madre. Fue entonces cuando abrió los ojos y vio cómo sus manos comenzaban a moverse lentamente, conscientes de que el adiós llegaría con el re mayor. Se separó del piano y salió del escenario con una inesperada satisfacción: por primera vez, solo ella sería quien escuchase aquella última nota.