Sofía siempre le consideró poca cosa, más aún si tenía en cuenta que su familia estaba bien colocada dentro de la alta sociedad de Madrid. Gracias al negocio inmobiliario de sus padres nunca le hizo falta repartir currículos, así que, con un físico espectacular y una conversación que no iba más allá de cómo conjuntar una cazadora con unos leggins, se había convertido en la influencer más cotizada de España. Con treinta y cinco años tenía la jodida suerte de tener un trabajo que solo le exigía vestir acorde a la última tendencia en moda.
Conoció a Mateo a través de una amiga que tenían en común. Él era empleado de Zara Home y, a pesar de estar cobrando un salario muy cuestionable, le gustaba su trabajo porque le dejaba tiempo para hacer deporte y compartir algún que otro rato con la familia y amigos. Vivían en un enorme y maravilloso piso ubicado en el barrio de Salamanca, aunque Mateo siempre insistió en que no eran necesarios trescientos metros cuadrados para una pareja sin hijos. Sin embargo, Sofía no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad de vivir en el piso que había sido portada de la conocida revista Lifestyle.
Sus horarios prácticamente no coincidían. Mientras Mateo solía tener turno de tarde en la tienda, Sofía pasaba las mañanas en sesiones de fotos y almorzando en los mejores restaurantes de la ciudad para hacerles publicidad. Esto suponía que había muchos días en los que prácticamente no se veían las caras, excepto cuando Mateo entraba al garaje con su Opel Corsa del 99 -del cual no se había querido desprender- y ella salía con su Audi A8 y sus gafas Ray-Ban en dirección contraria; se miraban y se saludaban con la mano sin tocar el claxon, ya que Sofía le tenía prohibido que hiciera sonar aquella estrepitosa bocina cuando ella estuviera cerca.
—Tenemos que dejarlo. —le espetó Sofía una mañana de sábado mientras se pintaba las uñas de los pies en el salón.
—¿Cómo? —atinó a preguntar Mateo mientras dejaba el libro que tenía en sus manos sobre el brazo del sillón.
—Lo que has oído. No me aportas. Me he dado cuenta de que no tenemos los mismos gustos, estás todo el día corriendo por todo Madrid con esas mallas apretadas, compradas vete tú a saber dónde, y los fines de semana no paras de comer tortilla con chorizo en casa de tus padres o, lo que es peor, cochinillo en casa de mi madre. El mes pasado tuve que acudir sola a doce fiestas. ¿Me has escuchado? DO-CE. Tengo una vida social que cuidar, Mateo, y no sabes la vergüenza que he pasado teniendo que dar explicaciones a todo el mundo por ello; eso sin contar cómo llovían los rumores de separación en las redes. ¿Te lo puedes creer? Que si hay una tercera persona, que si se me ve más triste que antes, que si estoy en tratamiento para la depresión, que si tienes un hijo al que no has querido reconocer… ¡Por favor! —cogió aire para seguir—. ¿Es que no te das cuenta del daño que has hecho a mi imagen? Si hasta tengo ojeras. ¡Ojeras, Mateo! ¿Cuándo he tenido yo ojeras? No, no me contestes, ya te lo digo yo: ¡nunca! Este cutis, esta piel y esta belleza, además de ser innatas, deben ser cuidadas, pero claro, tú de eso no entiendes porque tú eres más…, más… simple. Y no sólo eres simple, es que además no filtras, Mateo, no filtras nada y tienes que filtrar, porque yo filtro, Mateo; yo miro, escucho, filtro y después PRIO-RI-ZO ¿Y tú? ¿Qué haces tú? Correr y comer tortilla que, por cierto, te hace engordar. Es que de hecho estás más gordo porque estás todo el santo día comiendo grasas y debes tener una dieta más sana, una dieta mediterránea como la que llevo yo. Este cuerpo es fruto de un gran esfuerzo y de muchísima voluntad, porque si estoy así de estupenda es porque me lo he currado y no puedo permitirme tener un novio blando. Y tú dirás lo que dirás, pero tanto correr no te está sirviendo de nada, de NA-DA ¿Por qué no te está sirviendo de NADA? No respondas, ya te lo digo yo: porque siempre terminas comiendo como si no hubiese un mañana. —se colocó un mechón de pelos detrás de la oreja—. ¿Tengo derecho a esto? Con lo que me ha costado llegar a donde he llegado y a ti te da igual porque, diga lo que diga, tú seguirás ahí sentado, callado y sin filtrar.
Después de aquella diatriba no se escuchó comentario alguno de Mateo. Sofía dejó de pintarse las uñas y levantó la mirada hacia el sillón en busca de una respuesta, pero Mateo no estaba. Sobre la mesa, una nota escrita por él decía: «He ido a comer cochinillo con tu madre».