Desde la cama del hotel podía escuchar el rugido de la ciudad. Se levantó y contempló las luces de los coches, atrapadas como luciérnagas en un frasco de cristal. Su piel aún conservaba el aroma de aquel perfume, una mezcla de sudor añejo y cobardes promesas. La llamada perdida en el móvil era un eco tenaz, con incansable voluntad de ser escuchado; y cada trago de whisky, el ardor del reproche que nunca le hizo.
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